martes, 26 de enero de 2010

REFLEXIÓN

Mary Cassatt

Aunque la tarde de Nochevieja fue lluviosa y bastante fría, y el tráfico por carretera de lo más engorroso, el ambiente, al llegar a casa, me resultó cálido y acogedor. Sobre la mesa del comedor, delicadamente engalanada, se sirvió una exquisita cena elaborada con el máximo esmero, a pesar del duro día de trabajo fuera de casa y del cuidado de los niños. En medio de aquel entorno festivo fui contemplando, con una sonrisa emocionada, a cada miembro de esta familia mía, compuesta por una pareja de hecho con sus hijos, una pareja casada por la iglesia con sus hijos, un joven soltero, y una pareja divorciada que compartían la noche con sus hijos y nietos. Y di gracias a Dios.

Esa misma noche, en la soledad de mi dormitorio, empezaron a revolotear en mi mente las palabras que el cardenal Antonio María Rouco Varela pronunció el día de la Sagrada Familia. En la homilía de aquella misa celebrada en Madrid el 27 de diciembre, hizo una encendida defensa del modelo de familia tradicional y el matrimonio cristiano. Argumentó que sobre este modelo descansa el futuro moral de Europa, y que «sin las familias cristianas —dijo— Europa se quedaría prácticamente sin hijos, o lo que es lo mismo, sin el futuro de la vida, sin el futuro del amor». Me pareció algo sentencioso, ilusorio. Aseguró, además, que «sólo las familias cristianas pueden iluminar este oscuro futuro de exterminación de discapacitados, enfermos terminales y ancianos».

¿En verdad Rouco era plenamente consciente de lo que estaba diciendo? Me parece una afirmación desfasada, absurda. El cardenal no ahorró críticas al aborto, el divorcio los anticonceptivos, los matrimonios entre personas del mismo sexo, y sin embargo escatimó hablar sobre el Amor al Prójimo. Defendió a la familia cristiana como la única “verdadera” frente a los demás modelos, a los que criticó y repudió; y le faltó lo que debería ser primordial en alguien que dice ser servidor de Cristo: unas palabras de afecto, de consideración a esas otras familias extensas, reconstituidas, adoptivas, homosexuales, sin vínculos o de distintas religiones.

Ante esas afirmaciones que detonaban por megafonía sobre aquel escenario presidido por una cruz de 20 metros de altura, un Belén de tamaño natural escoltado por niños, el Papa Benedicto XVI conectado en directo desde el Vaticano, más toda la pompa, el boato y la púrpura que componían esa celebración, tuve la sensación, según veía la retrasmisión, de que la jerarquía católica se aleja cada vez más de los auténticos principios cristianos.

Me entristece como católica ese absurdo engreimiento con el cual continúa viviendo la jerarquía; ese modelo eclesial estático que se define por el autoritarismo, el centralismo y el absolutismo. No es propio, no es adecuado. Caminan ciegos, sordos, temerosos bajo sus ilustrísimas, excelentísimas, reverendísimas y eminentísimas contradicciones, sin respetar los límites que les marca la libertad de todos los hijos de Dios. Temen perder el poder que siempre han tenido sobre el patriarcado y se empeñan en seguir anclados al nacionalcatolicismo sin reconocer que hoy la familia es una estructura social sujeta a cambios en los diferentes contextos sociales. ¿Cómo se atreve a asegurar, monseñor Rouco Varela, que “el modelo de la familia cristiana es el que responde fielmente a la voluntad de Dios”? ¿No le parece una prepotencia semejante afirmación? ¿Acaso supone que una familia, por ser de distinta religión o modelo tradicional, está fuera de los contextos de esa voluntad divina? Por favor, monseñor… “Como es imposible saber la naturaleza de Dios, es imposible hablar de Dios”, dijo Santo Tomás de Aquino. Ante lo cual, con nuestras facultades cognitivas humanas, si queremos hablar de Dios deberíamos hacerlo sólo a través del Amor.

El Amor no castiga, no amenaza, no condena. “No tengáis miedo”—dice Jesús en el Evangelio. Todo el Evangelio está lleno de estos consejos: “No temáis…, no os preocupéis…, no os aflijáis…”



                                                           Maite García Romero
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